jueves, 25 de agosto de 2011

Sobre la feria de San Agustín

Salvo la opinión de algunos haraganes como el de la letra, aún hoy no me queda claro el porqué Tapachula tiene, en la mercadotecnia católica, como “santo patrono”, al africano Agustín (nacido en la actual Argelia el 13 de noviembre de 354 y fallecido en la ciudad italiana de Hipona, el 28 de agosto de 430). Nada que ver con este asentamiento nacido del cruce de caminos desde la época de los aztecas.
El pensador argelino es uno de los llamados “cuatro padres fundadores de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana” (los otros tres son Jerónimo de Estridón, Gregorio Magno y Ambrosio de Milán), pero ninguno de sus actos o conceptos filosóficos lo relaciona con el Continente Americano, conquistado un milenio después y, por ende, mucho menos con esta zona soconusquense.
Supongo que los colonizadores ibéricos, salvo opinión eclesiástica, allá por 1794, las Cortes de Cádiz decidieron endilgarle ese patronato al ideólogo Agustín (¿o fue en 1813, o en 1821, o en 1842, o en 1924?, que responda el párroco de la iglesia correspondiente).
Pero a lo que voy es que, desde que mis abuelos eran jóvenes, allá por la década del 20 del siglo pasado, cuando Tapachula era una ranchería con el título de ciudad gracias a la benevolencia de los gobiernos de la época, comenzaron los empresarios locales, con la bendición del obispo en turno, a realizar ferias comerciales dizque en honor del “santo patrono”.
Recuerdos que se pierden en mi memoria me ilustran al Tapachula de los años 50 de la centuria pasada: cuatro calles pavimentadas alrededor del parque Hidalgo, algunas más empedradas y las demás habilitadas para carretas de bueyes. En ese “centro”, como se consideraba al zócalo y a la parroquia de San Agustín, se instalaban vendimias, juegos mecánicos y cantinas móviles, lo cual convertía las calles aledañas en enormes mingitorios y receptáculos para el comercio sexual efímero. Famosas eran las “casas de huéspedes” y hotelitos de paso sobre la Sexta y Octava Nortes.
Los gobiernos priistas municipales que se sucedieron desde entonces, en su práctica de clientelismo partidista, institucionalizaron la corrupción con lidercillos de agrupaciones como la CTM, CROC, CNOP y hasta la CNC, para adjudicarles espacios en esas calles a personas necesitadas de un ingreso para mantener a sus familias.
Hoy, medio siglo después, vemos que aún perviven vivales que, autocalificándose de líderes de la miseria que impera en el país, reclaman como “tradición” continuar con esas nefastas prácticas, totalmente sociópatas, de instalar vendimias, cantinas y juegos mecánicos en un centro urbano que ya no lo es, pues si así fuera, ahí estarían instaladas las plazas comerciales Crystal, Galerías, Llanzeb, Kafeto o alguna que nazca en el futuro.
En este contexto, vemos con tristeza cómo la gente humilde, trabajadora, es utilizada como “carne de cañón” en una supuesta manifestación de “derechos” y defensa de las “tradiciones” tapachultecas reclamando lugares en el parque central Hidalgo para instalar sus vendimias con motivo de la “feria” de San Agustín.
Los comerciantes, plantados hoy en Palacio Municipal, son capitaneados por los usufructuarios de siglas como la CTM y CROC, membretes que son utilizados por vivales en busca de posiciones político administrativas para abultar sus bolsillos. Lo que menos les importa es la economía de esos pobres manifestantes, quienes tienen una opción de negocios en los terrenos que el Ayuntamiento ofrece en la Feria Internacional de Tapachula (FIT).
Por ello, sería muy conveniente que el párroco o el obispo a cargo de la Iglesia de San Agustín fijara su posición sobre este tema, aprovechando el espacio que tiene en la prensa local, donde difunde sus homilías.

miércoles, 10 de agosto de 2011

¡Ave, César!

Acúsome, oh, padre, que soy proclive a refocilarme en las secciones de “opinión de los lectores” de cuanto periódico o revista cae en mis manos. Esta adicción provócame perversos placeres, el más deleznable, sin duda, es mi sevicia hacia el infortunado (a) que reclama desde la estulticia con aires culteranos. Desde luego, y esa es mea culpa, pero sólo de pensamiento, no de hecho.
El amigo Gonzalí tiene el prurito de “desfacer” entuertos en temas religiosos. Allá él, pues para mí, como ya se lo he dicho en más de una ocasión, es como arar en la mar. Pero hay gente que se lo toma en serio, como el dilecto lector de esta sección llamado Julio César López Ventura.
Estoy de acuerdo con Julio César desde la entrada de la misiva que le envía al Gus, pues comparto su preocupación de “convocar a la razón” en un tema tan irracional como lo es la fe, que por definición es creer en algo a ciegas, sin que la inteligencia esté de por medio, sólo las emociones y que, desde luego, es la veta de oro que explotan las religiones, cualquiera que ésta sea.
También me preocupa que Gonzalí quiera “interferir en la decisión de la gente de pensar, creer y aceptar lo que quiera”. Hace algunos días, tuve que amarrar al Gus en una silla porque pretendía salir esa tarde, armado con un acapulco de doble filo y una AK 47 liada a la espalda, a cortar cabezas y acribillar hombres santos en templos e iglesias de varias denominaciones. Amarrado como estaba, le eché baldes de agua fría mientras le gritaba: “¡Puedes escribir lo que quieras, es tu opinión y puedes expresarla libremente, pero por favor, NO INTERFIERAS, no quieras volar cabezas!”
“Recuerda lo que dice Julio César: éste es el principio de libertad”, le grité al Gus, que quizá al recordar la frase de López Ventura, tornóse a la calma y declinó de sus bestiales instintos.
Luego, para centrarlo aún más eché mano de los “clásicos”, como recomienda López Ventura; desde luego no recurrí a Stan Lee, el filósofo extremo del siglo XX y ahora recargado en el XXI, con su tesis expuesta por Spiderman, Ironman, Captain America, Wonder Woman, Linterna Verde, X Men, et al. No, me fui a los clásicos griegos y empecé a recitarlos tipo mantra para que Gonzalí respirara profundo. Al único que no encontré fue a un tal Anaxagora, que cita Julio César, pero sí a Anaxágoras, pero ni al Gus ni a mí nos gustaron para la ocasión. Sin embargo, con el que nos deleitamos al unísono fue con Empédocles (no, no piensen mal), sino porque nos recordó al Peje, pues coincidimos, en que López Ventura, perdón, López Obrador, es la reencarnación de aquél. Veamos por qué:
“Empédocles de Agrigento fue un filósofo y político democrático griego. Cuando perdió las elecciones fue desterrado y se dedicó al saber. Postuló la teoría de las cuatro raíces, a las que Aristóteles más tarde llamó elementos, juntando el agua de Tales de Mileto, el fuego de Heráclito, el aire de Anaxímenes y la tierra de Jenófanes, las cuales se mezclan en los distintos entes sobre la Tierra.
"Estas raíces están sometidas a dos fuerzas, que pretenden explicar el movimiento (generación y corrupción) en el mundo: el Amor, que las une, y el Odio, que las separa. Estamos, por tanto, en la actualidad, en un equilibrio. Esta teoría explica el cambio y a la vez la permanencia de los seres del mundo. El hombre es también un compuesto de los cuatro elementos. La salud consiste en cierto equilibrio entre ellos.
"El conocimiento es posible porque lo semejante conoce lo semejante: por el fuego que hay en nosotros conocemos el fuego exterior, y así los demás elementos. La sede del conocimiento sería la sangre, porque en ella se mezclan de modo adecuado los cuatro elementos de la naturaleza.” (Los interesados pueden consultar la Wikipedia. De nada.)
Con eso fue suficiente, ya no tuvimos que revisar la Edad Media, ni los enciclopedistas, ni el marxismo leninismo, como recomienda el César. Concluimos que las utopías han muerto, el clientelismo político y la manipulación emocional es lo de hoy. El acapulco y el AK 47 los cambió Gonzalí por una despensa, de esas que da la Sedena.
Estamos, pues, "ambos dos", convencidos de la máxima de Julio César: “piensa y deja pensar”. Salud, ave César, los que vamos a morir te saludamos.

La muerte de Macondo


Arcadio Buendía, octava generación del primero, se inclinó sobre su escritorio, pulsó el control remoto para abrir las persianas del gran ventanal de su despacho, en el cuarto piso del Edificio Consular y contempló en lontananza casi todo Macondo.
Se sucedían unas tras otras las calles atiborradas de tráfico vehicular, agravado por las vialidades convertidas en inmensos estacionamientos de una, dos y triple filas. A lo lejos pululaban fraccionamientos de lujo rodeados de unidades habitacionales de estética terrible, sólo superada por las horrorosas colonias de miseria que las rodean.
Por el televisor de plasma, de apenas 78 pulgadas, colocado en una de las paredes de su despacho, había tomado lejana conciencia, mediante el noticiario de las seis, de la carencia desde hacía seis meses de agua entubada en aquellos extraños lugares, a los que por fortuna nunca había visitado, ni siquiera cuando anduvo en campaña electoral.
En ese momento recordó que tenía que ordenarle a su diseñador de mensajes que armara un spot para destacar cómo su gobierno había resuelto ese problema en dos días nombrando un nuevo aguador.
No supo el porqué, pero entre las brumas de su memoria se abrió paso la leyenda familiar de cuando su recontratatarabuelo había visto por primera vez un block de hielo en Macondo, el cual era arrastrado por las polvorientas calles del pueblo por un hombre extraño.
Al ver desde las alturas los cerros de basura que se amontonaban en las esquinas del primer cuadro citadino, confirmó que la bisnieta de la nieta de la tía Úrsula había inventado, dada sus febriles delirios de poeta, que alguna vez Macondo era un campo pletórico de flores amarillas. Nada más decadente que calles con flores o arbustos de alguna índole. No había comparación con los funcionales y ultramodernos semáforos, parquímetros y red de videocámaras que tanto dinero le daban a las arcas municipales.
Reconocía que había cierto romanticismo en imaginar al Macondo original, pero el actual era mucho más lucrativo y no cualquiera tenía el privilegio de meterle las manos a diestra y siniestra. Tampoco podía negar que el actual modernismo era de relumbrón, pues a las primeras lluvias, torrenciales en este trópico colombiano, se abrían las cicatrices poniendo en evidencia que el viejo Macondo seguía allí, con sus aguas negras fluyendo a ras de suelo, las calles convertidas en ríos, charcos vueltos pozas para la chamacada y el resurgimiento de las velas como única luz en el camino. Sin embargo, nada de eso llegaba a la exclusiva zona donde se encontraba su residencia, pues contaba con todos los adelantos para hacerla autosuficiente. Cuando las cosas se ponían graves abordaba su jet y se iba Dallas, con sus tías, para hacer el “choping”.
Arcadio Buendía estaba satisfecho, contento de que aquel Macondo ya sólo figurara en piezas literarias, algunos poemas trasnochados y cancioncillas de moda intrascendente.

Las Juchitas


Tapachula siempre ha sido un pueblo feo, habitado por gente más fea aún e inculta, como lo son en gran medida muchos pueblos de América Latina. Los únicos atractivos que tenía este poblado (nacido con asentamientos de arrieros y comerciantes en camino a Centroamérica, al Istmo o al centro del estado), eran los ríos, la fauna y la selva con su riqueza de manglares en la costa.
Todo ello ha sido destruido sistemáticamente por la estupidez de generaciones de “emprendedores” patrocinados por una clase política avara, estulta y miope. Nada bueno ha dejado a esta zona el mal llamado progreso ni la modernidad.
Desde luego, para que tengan validez mis afirmaciones anteriores hay que reconocer las excepciones que confirmen la regla. Gente de otras latitudes que llegó para quedarse ha contribuido para que este panorama sombrío no sea total.
Una de ellas lo fue doña Ester López Marín, juchiteca originaria de Unión Hidalgo, Oaxaca, que en 1963 se arraigó en este cruce de caminos flanqueado por los ríos Coatán y Cahoacán. Como casi todas las “paisanas” antiguas, su habilidad para el comercio y la cocina era excepcional.
El intenso flujo de comerciantes, barilleros, arrieros, transportistas, ganaderos y agricultores que caracterizaba al Tapachula de entonces, le permitió a doña Ester iniciar el negocio de la comida en el rubro que ella dominaba: las cenas de pollo, las garnachas, las tlayudas, la cecina, las enchiladas con los moles característicos del Istmo y, a veces, debajo de la mesa, uno que otro mezcalito con su respectivo gusano.
Su sitio original estaba en la banqueta opuesta a la iglesia de San Agustín, sobre la Octava Norte, pero su visión comercial la hizo seleccionar un lugar más estratégico, en lo que hoy es la Quinta Poniente, “a la vueltecita” del tiendón del chino don Manuel Corlay, “La casa Corlay” para muchos, ubicada sobre la Sexta Norte, en cuyo frente estaban colocadas argollas de hierro en hilera para que los arrieros amarran sus patachos.
Pronto, todos los hambrientos viajeros tenían una consigna luego de amarrar a sus mulas: “Vamos a cenar con las juchitas”.
Así nació el hoy popular restaurante Las Juchitas, en plural, porque doña Ester se hizo ayudar por algunas paisanas y familiares al no poder atender sola a su vasta clientela.
Pasaron los años y, como digo al principio, esta ciudad se fue haciendo lenta, pero inexorablemente, más horrible y terriblemente mal administrada, pues en realidad nunca ha sido gobernada. Siempre ha sido tierra de nadie, donde vivales y arribistas llegan, hacen fortuna en los cargos públicos y nunca devuelven nada a la tierra que les dio todo. Pero así somos muchos tapachultecos, gente sin arraigo, siempre de paso aunque aquí nazcamos y muramos. “No soy de Tapachula ni Tapachula es mío, sólo aprovecho la ocasión y hay nos vemos”, parece que fuera la consigna de la mayoría de la población.

“Luego llegó la modernidad”, dice Lolita López, hija de doña Ester, “y nos arrebataron el centro (de la ciudad)”. Todo se fue hacia el sur, con grandes centros comerciales, tugurios de juegos de azar, cines, bares, que se llevan el dinero de Tapachula, no reinvierten aquí y sólo ofrecen empleos-basura, en los que explotan a los lugareños hasta la médula.
Doña Lolita, gracias al legado de su madre siempre con la impronta de la superación, en lugar de sentarse a llorar, respondió con sangre istmeña. Echó mano de sus ahorros, pidió aquí, solicitó allá, y sola reinventó el lugar para darle la pelea a los vips, dominos, kentuckys, cargados de ofertas de colesterol y plástico.
Para quienes hoy aún recordamos aquel lejano 1963, es un placer sentarse a comer, en este 2011, en un lugar con tanta tradición, buena cocina, ambiente agradable y tranquilo; saborear garnachas, alguna cecina, cenas de pollo y unas cervezas bien frías.

La Mensa

Muchos en la escuela secundaria la llamábamos La Mensa, con ese tono cargado de crueldad que caracteriza a la adolescencia. El apodo se lo habían puesto las propias compañeras que se decían sus amigas, un grupito de cinco o seis chamaconas con las que jugaba basquetbol.
El origen del sobrenombre, según nosotros, se debía a ese aire ausente, valemadrista dirían algunos, que siempre tenía en clase, sobre todo si era de matemáticas o física, y al poco entusiasmo que demostraba en las tareas que nos asignaban por equipos pero la tolerábamos pues era la que pagaba los refrescos y las tortas con tal que le hiciéramos su trabajo.
En lo particular, lo que me llamaba la atención de ella era la estatura, pues a sus catorce años ya alcanzaba los 1.78 metros, delgada, tanto, que los pícaros de mi grupo afirmaban que estaba muy huesuda pues lastimaba cuando se le abrazaba. Desde luego, ninguno jamás la había tocado siquiera.
Transcurrieron los tres años de la secundaria sin pena ni gloria. La Mensa se graduó, al igual que la mayoría, con un promedio de siete y un reconocimiento por haber sido el pilar del equipo de básquet femenil durante ese lapso, en el que incluso llegó a participar en la selección estatal en varias ocasiones.
Fue en el gran baile de graduación de la Secundaria Técnica Número 21, cuando empecé a dudar de si era o no atinado el calificativo de La Mensa. Los bailes de la Técnica ya eran famosos por su gran cartel musical y lo animado que resultaban, así que para el cierre de cursos y graduación de la primera generación, la organización del acontecimiento rebasaba todas las expectativas. Habían sido contratadas las mejores marimbas: La Perla y La Corona, además de la orquesta del momento de Guatemala.
Las muchachas llegaron ataviadas con sus mejores galas, tan bien maquilladas que hasta las feas se veían guapas. Nosotros, desde luego, con saco y corbata a pesar del calor tropical.
La fiesta entraba en su mejor momento, grupos por acá, por allá, juzgando, criticando a los compañeros, otros asediando a las chicas que ya habían alborotado las hormonas a más de cuatro. Fue entonces cuando La Mensa arribó a la pista del Country Club. Su presencia, su estampa era arrolladora. Hasta los músicos perdieron el ritmo por un momento.
Esbelta, el castaño pelo largo sujetado ligeramente con un listón, pechos y cadera perfectamente bien delineados por un vestido largo color crema, era una bofetada para quienes habían murmurado que “estaba huesuda”. La mirada distraída que la caracterizaba en clases, tornose seductora en aquellos ojos perfectamente delineados con rímel y sombras. Todo magnificado gracias a su estatura.
Los músicos recobraron el ánimo, nosotros tratábamos de regularizar la respiración, ellas intensificaron los cuchicheos. Acompañada de su familia se dirigió a la mesa. Al sentarse, nos barrió con una mirada y sonrió como diciendo “hola, enanos”. En toda la noche, las que se decían sus amigas evitaron acercársele para evitar odiosas comparaciones.
Al fragor de las cumbias y los mambos y envalentonado porque empezaba a demostrar mis atributos como bailarín de buenas hechuras, me atreví a sacarla a bailar. Ella accedió quizá en pago al cúmulo de tareas que le hice, según yo por espíritu solidario.
Su ritmo no era de lo mejor, pero no perdía el paso, además un enano de 1.68 no tenía mucho qué hacer frente a ese monumento. Me concedió dos piezas y luego pidió sentarse. Haberla tenido en mis brazos fue una sensación que nunca pude olvidar, pues La Mensa era erotismo puro.
Fue la última vez que la vi. Pasó el tiempo. Abandoné Tapachula durante casi 40 años.
Hace algunas tardes, conduciendo el vochito familiar, tocome el alto en el cruce de las Centrales, frente al Bicentenario. De pronto, una impresionante Hummer roja se frenó a mi lado. El motor rugía con impaciencia por avanzar. “¿Quién será este mamón?”, pensé. No era él, era ella, una gorda garbosa, ataviada con elegancia, sujetándose la larga cabellera con los lentes negros sobre la cabeza, mientras hablaba casi a gritos por su blackberry.
Quizá por mi insistencia de mirarla, ella volteó a ver quién era el impertinente; en ese instante, al aletear las pestañas y mirarme con displicencia y cierto valemadrismo, la reconocí, era La Mensa. El semáforo cambió a verde, en lo que arrancaba el vochito, ella desapareció casi al instante.