Museo de sitio de Miraflores, Ciudad de Guatemala, 2014 |
“Lo primero que tenemos
dejar de lado es nuestro concepto actual de las fronteras, a fin de entender
las relaciones que sostuvieron los diferentes pueblos de Mesoamérica con la cultura
maya”, expresó de modo rotundo la arqueóloga Liwy Grazioso, maestra e
investigadora del museo de sitio Miraflores, al grupo de periodistas que
visitábamos el pasado día siete de febrero de 2014 la Nueva Guatemala de Nuestra Señora de la
Asunción, más conocida como Ciudad Capital.
El grupo estaba frente a un
gigantesco mapa, en la entrada de la primera sala del museo, donde se aprecia
claramente el territorio que ocupó el Imperio Maya, que abarcó toda la
península de Yucatán, parte de el actual Tabasco, Chiapas una franja de lo que
hoy conocemos como Honduras y El Salvador, donde destacan las principales
ciudades mayas que hoy son patrimonio de la humanidad.
Kaminaljuyú, o bien Kaminal
Juyu o Kaminaljuyu, palabra o palabras quiché que significan Colina del Muerto,
destaca en el altiplano centroamericano. La maestra Grazioso, explica:
“Este lugar se funda
alrededor del año 1100 antes de nuestra era, en el preclásico maya, alrededor
de una hermosa laguna que había en este sitio, cuya representación podemos
apreciar en el vestíbulo del museo.
“Cualquier similitud con la
fundación de Tenochtitlán es mera coincidencia –apunta sonriendo la
arqueóloga-, pero de igual modo en este altiplano se construyen canales para
irrigar las fértiles tierras que rodeaban lo que en algún tiempo fue la laguna
de Miraflores, lo cual provoca una explosión de progreso en todas las áreas:
agricultura, alfarería, comercio, artesanos de obsidiana, telares y todo lo que
implicaba la cultura maya”, expone la maestra Liwy.
“Hacia los años 700-900
alcanza su esplendor. Grandes monumentos de basalto, plazas y pirámides enormes
para las ceremonias y cultos proliferan en todo el altiplano convirtiendo a
Kaminaljuyú en el más importante centro político y comercial de la región. La
explosión demográfica es impresionante, pues las aldeas se suceden unas tras
otras. Su lengua original era el Chol, pero con los siglos, al entrar en
decadencia se impone el quiché.
“Los soberanos de esta
metrópoli dieron gran impulso a la ingeniería hidráulica, desarrollando
técnicas hasta hoy utilizadas, como son los acarreos por gravedad, canales con
presas y represas para controlar el suministro del líquido”, explica la
arqueóloga Graziosa. La laguna se convierte en el epicentro, pues además de
pesca y caza, se construyen espacios destinados a fines recreativos para los
grandes señores.
La incontenible mancha
urbana de la Ciudad de Guatemala, su impresionante modernidad, sólo ha
respetado una pirámide en torno a la cual se construyó el bello museo de
Miraflores, el cual recorremos absortos con las explicaciones de nuestra guía.
Frente a unos paneles giratorios, la arqueóloga muestra cómo se fue
transformando el sitio prehispánico donde nos encontramos durante sus
diferentes etapas y los compara con las transformaciones ocurridas en otras
culturas, como la griega, la inca o la azteca.
Los hallazgos de cerámica,
escultura, arquitectura e ingeniería confirman la gran relevancia que tuvo Kaminaljuyú,
además de ser un importante productor y exportador de obsidiana, debido a la
explotación de varias canteras cercanas como El Chayal e Ixtepeque. Se cree que
también pudo haber intercambio con los incas a través de los puertos como el de
Chocolá, en Suchitepéquez, y Takalik Abaj, en Retalhuleu, en el océano
Pacífico, pero esto aún no se confirma totalmente.
Para el siglo II de nuestra
era, Kaminaljuyú comenzó declinar, explica la arqueóloga, pues la laguna ya no
fue suficiente para sostener la economía de la región.
Además, hay que tener en
cuenta que el posclásico maya, que va de los años 1000 a 1600 de nuestra era,
se distingue por las corrientes migratorias de los putunes, o sea, el mestizaje
producto de la relación nahua-maya y que viene a sustituir el esplendor que
había caracterizado al imperio maya.
Mención especial requiere la
producción de cerámica, cuya alfarería dominó diferentes técnicas y acusó la
influencia teotihuacana, pero se cree que sólo se tomaron algunos modelos del
centro de México para desarrollar sus propias técnicas.
El altiplano guatemalteco, similar al de Anáhuac (maqueta). |
Presencia
de extranjeros
De acuerdo con
investigaciones osteológicas de los Montículos A y B por medio de isótopos de
oxigeno, en Kimaljuyú no fue abundante la presencia de teotihuacanos, sino que
más bien eran viajeros del altiplano centroamericano que habían pasado algunos
años en aquel imperio, de acuerdo con la investigadora Christine White. Con ese
mismo método, se comprobó la presencia en algunos entierros de varias personas
no locales de procedentes de lugares aún desconocidos.
Este señalamiento lo realiza
Geoffrey E. Braswell en “Un acercamiento a la interacción entre Kaminaljuyu y
el Centro de México durante el Clásico Temprano”, durante el XIII Simposio de
Investigaciones Arqueológicas en Guatemala, en 1999, donde también pone en duda
la influencia teotihuacana en la arquitectura, culto mortuorio y alfarería de
los kaminaljuyuenses.
Pero lo verdaderamente valioso para quienes
nacimos, vivimos y nos desarrollamos en esta región mesoamericana,
principalmente en Soconusco, es saber que tenemos una raíz común, una cultura
propia basada en nuestros antepasados mayas y que étnica y culturalmente somos
más centroamericanos que cualquier otra denominación.
La dificultad para aceptar
esta verdad, estriba, como bien lo apunta la arquéologa Liwy Grazioso, en
superar los conceptos de frontera que la modernidad nos impone debido a
decisiones políticas que obedecen más a razones militares y económicas que
humanísticas.
Nuestro ombligo está en
Izapa y es a partir de allí que debemos empezar a unificarnos en Soconusco,
para que, ahora como buenos mexicanos, exijamos a nuestro Estado que ponga el
interés debido en el rescate de esa zona arqueológica y crear un museo como el
de Miraflores en Guatemala-capital, porque no se trata sólo de limpiar ruinas,
sino de descubrir nuestro verdadero rostro frente a la historia de la
humanidad.