martes, 27 de julio de 2010

The Maldition Company y su cabaña

Tapachula, a diferencia de Tuxtla Gutiérrez y San Cristóbal de Las Casas, siempre ha sido marginada por los gobiernos centrales, ya sean del estado o federal. La razón es simple: las “fuerzas vivas” huacaleras le tienen pavor a todo lo que ponga en riesgo su posición privilegiada, el control absoluto de la vida económica de la región. Mientras más inculta es la sociedad, es más manejable.
Prueba de ello fue que el único intento que se intentó llevar a cabo (en la segunda mitad de los años 80 hasta la fecha), de un proyecto inteligente y amplio, encabezado por el actor y promotor cultural Juan Pablo de los Santos, cuando estuvo a cargo de lo que se conoce como Casa de la Cultura del Soconusco, fue atacado ferozmente por las fuerzas oscurantistas de la localidad hasta anularlo.
Es por ello que aún hoy, con una densa población cosmopolita, Tapachula no cuenta con escuela de actores, de artes plásticas, de música ni biblioteca respetable. Quienes eligen los caminos del arte tienen que emigrar o cultivarse de manera silvestre. La tragedia más reciente fue la cancelación de los talleres de creación literaria que impartía nuestro paisano Marco Aurelio Carballo.
Pero me referiré en concreto a la música. La región del Soconusco ha sido pródiga en músicos, casi todos de oído. En particular, a finales de los 60 y principio de la década del 70, cuando la marimba entró en franca decadencia por el embate de la modernidad, surgieron una gran cantidad de bandas rockeras entre las que destacaron The Union Five y The Maldition Company.
Esta última estaba integrada por tres muchachos que habían pasado una temporada en el Conservatorio de Morelia: Quique Chalons, Pepe Anaya y un tal René. Extraordinarios músicos a los que en su última etapa se les unió el trompetista Tito El Huixtleco, que el charanguero Roberto Torres se lo llevó cuando lo oyó tocar en el antro que había en los altos de Los Comales.
La falta de oportunidades y el círculo vicioso que ahoga a Tapachula no permitió que The Maldition Company brillara como se lo merecía. No sé si hicieron composiciones propias, pero talento no les faltaba.
El grupo tenía una cabaña de otates en una vecidad de la Segunda Sur, a la altura de las oficinas del viejo diario El Sol del Soconusco. Era su estudio y refugio, en donde todos los que queríamos escuchar buena música teníamos las puertas abiertas. Su vida fue efímera.
Mención especial merece Carlos Betanzos, requinto, vocalista, saxofonista de The Union Five, quien tuvo que emigrar, dicen que a Los Ángeles, en busca de fortuna. Nunca más se volvió a saber de él.
Tapachula no merece un destino así, pero nada debemos esperar de “las fuerzas vivas” o de los buitres con disfraz de políticos mientras la sociedad permanezca en la molicie.

Las posibles influencias de Monsiváis

Una vez pasada la euforia febril que provocó entre la gente la muerte del periodista y escritor Carlos Monsiváis, acaecida el 19 de junio, llevando a muchos al extremo de declararse “más papistas que el Papa”, bueno es buscar algunas de las influencias más inmediatas que tuvo, particularmente en su columna Por mi madre, bohemios.
Corría el año de 1965 cuando yo estudiaba el primer grado en la secundaria federal Constitución, la cual por cierto estrenaba el edificio donde ahora se encuentra. El profesor Filadelfo García (de grata memoria) nos pidió que escribiéramos un artículo para el periódico escolar que él coordinaba, y si la memoria no me falla, se llamaba La Antorcha.
Fue así como me puse revisar entre las publicaciones que habían en mi casa, que no eran muchas pero sí sustanciosas: Sucesos para todos, Siempre, Selecciones y el diario Excélsior, que se compraba por kilo para envolver abarrotes en la tienda familiar.
De inmediato me capturaron dos columnas de Excélsior, ambas por su estilo desenfadado y su humor cáustico: Perlas japonesas, firmada por Nikito Nipongo, y Temas del día, por Manuel Seyde, ésta en la sección deportiva. En Siempre me llamó la atención los estilos de Renato Leduc, con su Semana inglesa, y los artículos de José Alvarado.
La ingenuidad es la madre de todas las virtudes y vicisitudes. Supuse que podría hacer algo parecido para La Antorcha con un tema de actualidad en aquella época, la circunvalación a la Tierra por el ruso Yuri Gagarin. Con los datos que venían en el Sucesos dizque redacté la tarea. Mi sorpresa fue mayúscula cuando la nota principal era la mía y de remate el maestro Filadelfo me felicitó delante de todos. Creo que allí nació mi vocación.
Valga la anécdota para señalar que no vi en Siempre la sección cultural que se hizo costumbre años después y que se llamaba La cultura en México, donde aparecía ya la columna de Monsiváis. Al parecer, Monsi la comenzó a escribir en 1958, en el suplemento que dirigía Fernando Benítez en Novedades, que se llamaba México en la cultura. Cuando por censura lo expulsaron de ese diario, José Pagés Llergo le dio cobijo a todo el equipo que elaboraba el suplemento.
Para entonces, Perlas japonesas y Temas del día ya eran una institución en el periodismo mexicano. Aunque de estilos diferentes, el común denominador de ambas era el sarcasmo. Nikito Nipongo, o sea, Raúl Prieto, seleccionaba las brutalidades idiomáticas y conceptuales expresadas durante la semana por los políticos del momento, que él llamaba “perlas”, haciéndolas pinole con ácido vitriólico. Por su parte Manuel Seyde comentaba los temas deportivos del día, pero fundamentalmente el futbol. Él fue quien bautizó a los integrantes de la selección nacional como “los ratones verdes”. Los comentarios de Seyde siempre movían a risa, pero por alguna extraña razón quedaba la sensación de que a pesar de burlarse de los “profesionales” del balón pie, en realidad estaba hablando de las ridiculeces de los políticos y sus partidos. La elegancia mordaz era su arma. Quizá no todos se percataban de ello, pues no olvidemos que vivimos en un país de analfabetos funcionales.
En su columna Raúl Prieto, luego de la cita de la “perla”, abría paréntesis para que sus múltiples alter egos participaran. Así conocimos a personajes como el abogado Patalarga, don Hechounperro, el doctor Keniké, Trinito Tolueno, la secre Macuca Toluca o la Bruja Lisco, entre otros, quienes señalaban los disparates gramaticales o falsedades en que incurrían los declarantes. Con Monsiváis, todos esos personajes, considero, se resumieron en la R. (esto es, la Redacción).
En 2005, con motivo del segundo aniversario de la muerte de Raúl Prieto, Elena Poniatowska escribió: “La obra de Nikito Nipongo abarca cuento, novela, crónica, ensayo y reportaje, en los que se burló de la ampulosidad, la demagogia y la venalidad y criticó con inteligencia y valentía a los funcionarios públicos. Su columna podría ser un antecedente de Por mi madre, bohemios, de Carlos Monsiváis y Alejandro Brito en La Jornada, aunque ellos fueran más benignos. Escogía lo mal dicho dentro de los discursos (que era casi todo) y -totalmente despiadado- señalaba pifias, contradicciones, falsedades o simples burradas”.
Raúl Prieto Río de la Loza(1919-2003) escribió 18 libros, entre el que destaca Madre Academia, donde despedaza la supuesta autoridad que tiene la Real Academia de la Lengua Española para “fijar y pulir” el idioma.
Manuel Seyde (1914-1994) escribió La fiesta del alarido, Las copas del mundo y Copa Mundial 1986, en los que nunca perdonó la mediocridad del futbol mexicano y la ausencia de políticas inteligentes para el deporte nacional.

martes, 6 de julio de 2010

Larga vida al “Gallito Inglés”


Murió Armando Jiménez Farías el miércoles 2 de julio en Tuxtla Gutiérrez, a los 92 años de edad víctima de un cáncer en la garganta y lengua. Fue coahuilense de modo involuntario pero chiapaneco por decisión propia y que por los impredecibles caminos de la vida se formó como ingeniero y arquitecto, pero su verdadera profesión fue la de escritor.
Nació en Piedras Negras, el 10 de septiembre de 1917, pero siendo muy joven su familia se trasladó a la ciudad de México, asentándose en el barrio de La Merced, donde conoció y se hizo amigo de Jacobo Zabludowsky, entre otros, con quien en su época preparatoriana experimentaron aquel Distrito Federal de las décadas de los treinta y cuarenta del siglo pasado.
En 1960, a la edad de 43 años, publicó por primera vez una recopilación de albures, dichos y rimas que encontró escritas en las paredes de los sanitarios públicos, cantinas, pulquerías y prostíbulos de aquella época. Ese pasatiempo resultó ser la famosísima Picardía mexicana, que incluso llegó a ser prologada por escritores que con el tiempo llegarían a obtener por su obra el Premio Nobel de Literatura, como lo fueron Miguel Ángel Asturias, Gabriel García Márquez, Octavio Paz y Camilo José Cela
Conocí a don Armando en 1976, cuando joven e ingenuo llegué a la Ciudad de México con el ánimo de convertirme en un gran periodista. Como ningún periódico ni revista importante me quería contratar, tuve la buena fortuna de ser aceptado, primero como corrector de estilo y después como coordinador de producción, en las nuevas y flamantes oficinas de la editorial de un maravilloso catalán, don Bartolomé Costa Amic, en la colonia Guerrero, después de haber vivido una esplendorosa época en la calle de Mesones, en lo que ahora se conoce como Centro Histórico.
El autor estaba preparando la décimo novena edición, si mal no recuerdo, de la Picardía mexicana –corregida y aumentada– y otro libro de crónicas sobre congales, cantinas, teatros y cabarets del Distrito Federal. En una de sus visitas, don Armando se puso a platicar con aquel ingenuote que hoy escribe. Díjome que había dejado de lado su trabajo de ingeniero-arquitecto, donde le iba bastante bien, porque era mucha chinga y le quitaba tiempo para hacer lo que le gustaba: escribir.
Lo paradójico, me dijo, era que había batallado mucho para que le publicaran por primera vez, pues ninguna de las llamadas editoriales “serias” quería publicar “un mamotreto tan escatológico”, hasta que se topó con don Bartolomé, quien se arriesgó a enfrentar la tenebrosa Liga de la Decencia, que dirigía la esposa del ex presidente Manuel Ávila Camacho, Soledad Orozco, la misma que ordenó ponerle calzones y tapapechos al monumento de la Diana Cazadora.
Desde el primer momento que salió a la venta Picardía mexicana, y gracias a la publicidad generada por la censura de aquel México mojigato, la obra se convirtió en un éxito rotundo. “Muchos de los editores que se habían negado a publicar mi libro se daban de topes, a varios les dio diarrea y supe de uno que fue a parar al hospital del puro coraje”, me comentó don Armando, quien para entonces ya era famoso por su firma acompañada del “gallito inglés”, que no es más que una dibujo alegórico del pene con los testículos, muy popular por aquellos años en las paredes de los retretes públicos.
Hasta antes de morir, se han vendido casi cuatro millones y medio de Picardía mexicana en 146 ediciones y reimpresiones, que si se junta con los otros 16 libros escritos, rebasa los 11 millones de ejemplares en manos de otros tantos lectores, pelándole los dientes la piratería. De acuerdo con Armando, uno de sus hijos, el autor dejó dos obras inéditas, una de las cuales será publicada de manera póstuma.
Convertido al “chiapanequismo” desde hace muchos años, radican en Tuxtla Gutiérrez varios de sus hijos, y en 2007, con motivo de su 90 aniversario de vida, el gobierno del estado impuso su nombre a una de las principales avenidas del fraccionamiento Monte Real, donde don Armando Jiménez tenía su domicilio. Yo bautizaría alguna cantina, en su honor, “El Gallito Inglés”.
Acucioso y sui géneris cronista de la ciudad de México, su deceso tuvo la fortuna de no contar con la presencia de carroñeros oportunistas e hipócritas que tuvo que padecer su colega, el querido Carlos Monsiváis. Sólo lo acompañaron sus familiares y amigos verdaderos. En paz descanse Armando Jiménez Farías, larga vida al “Gallito Inglés”.