LO NUESTRO. Todos los regresos son controversiales. Más cuando una ausencia de casi 40 años es producto del autodestierro. El exilio voluntario de la tierra natal tiene muchas causales. En mi caso fue la búsqueda de nuevos horizontes.
He regresado a Tapachula por mis padres, a compartir el último tramo de nuestras existencias juntos. Es un privilegio que pocos podemos darnos.
Veo con tristeza que mi pueblo sigue padeciendo los mismos defectos de cuando lo abandoné: políticos corruptos, mentalidad aldeana de la mayoría de las personas del poder económico y de los fácticos, miseria espiritual de la mayoría capitaneada por los príncipes de las iglesias de todas las denominaciones. A esto se ha agregado, en las últimas cuatro décadas la explosión demográfica tanto local como la generada por la inmigración centroamericana, sin que aporte, como ocurre en Estados Unidos con la mexicana, algo positivo.
La ciudad, el municipio en su totalidad, sigue inmerso en la incivilidad, aquí el supuesto avance democrático de México no significa nada. La ciudad es un rancho grande. No se cuenta con un sistema de drenaje que incluya el tratamiento de aguas negras, ni siquiera se imagina la recuperación de las aguas pluviales para los meses de “vacas flacas”; el equilibrio ecológico y medidas ambientales precautorias ni siquiera figuran en el papel de la demagogia oficial. Los otrora bellos y caudalosos ríos que rodeaban Tapachula son drenajes malolientes.
La gran cantidad de jóvenes que egresan de las universidades de la región salen a encontrarse de lleno con el desempleo o subocupaciones frustrantes. La industria, la agricultura y la ganadería, son prácticamente inexistentes. Aquello que pregonara como divisa de gobierno Juan Sabines Guerreo, nunca se llevó a cabo. El sabinismo que tanto quisimos los chiapanecos de mi generación y anteriores, gracias al trabajo político de don Juan y al arte de su hermano Jaime, hoy es aborrecido.
En fin, el regreso, de algún modo, y sin ambiciones desmesuradas, sino legítimas, implica compromiso con el terruño. Queremos aportar nuestra experiencia acumulada, nuestros buenos sentimientos, el amor a mis padres, y desde luego, a mis hijos.
LO AJENO. Conocer de cerca la desgracia que asuela a los pueblos hermanos de Centroamérica destiempla los nervios más acerados. El poder del imperio estadounidense ha logrado hacer de esos hombres y mujeres una especie de zombies, que sólo se desplazan por instinto de sobreviencia, como hienas que caen sobre la carroña para lograr llegar al día siguiente con vida. México ya no es la esperanza ni el camino al “american dream”, ahora es la presa, la víctima que hay que aprovechar mientras se encuentra sumida en una dizque guerra contra un narcoterrorismo impulsado desde las altas esferas del poder estadounidense y del mexicano. Espero que este escenario empiece a cambiar a partir del 2012, sean quien llegue a Los Pinos.
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jueves, 19 de agosto de 2010
sábado, 15 de mayo de 2010
Memoria sin recuerdos

¿Qué pasa cuando una sociedad pierde la memoria, cuando alguien le borra sus recuerdos? ¿Cómo escribir la historia de un pueblo sin una base de datos? Quien no conoce su historia –dice el lugar común– está condenado a repetirla.
Si una persona es víctima del síndrome de Alzheimer queda a la deriva y sólo con ayuda de terceros puede sobrevivir el último tramo de su vida. La memoria, los recuerdos, son básicos para darle continuidad y rumbo al diario acontecer. Lo mismo ocurre con los pueblos que desprecian la inteligencia, el acervo cultural o el registro cotidiano de la vida.
Tapachula padece de Alzheimer, pero aún se desconoce el grado de avance de este mal degenerativo. Hagamos un intento para saber qué tan mal se encuentra el paciente.
Durante muchos años, el viejo Palacio albergó a la Biblioteca Municipal Benito Juárez y ahí mismo se encontraba la Hemeroteca. La recuerdo muy bien, pues en mis años de estudiante acudía con frecuencia para realizar mis tareas escolares.
Así entré en contacto con el acervo de periódicos y revistas que circulaban en la ciudad en aquel entonces. Tanto los periódicos regulares, como Diario del Sur, El Sol del Soconusco, Extra La Verdad, al igual que los esporádicos o efímeros, además de algunas revistas. También se encontraba una rara avis, una publicación anual, Las Calaveras Huacaleras de la Madre Matiana, que escribía y editaba Guillermo M. Gutiérrez, periodista, escritor y poeta, hoy injustamente olvidado.
Eutimio Mérida, Luterano, podría hablar y escribir mucho sobre este colega. No sé si piense hacerlo o ya lo hizo, puesto que durante muchos años fueron los únicos epigramistas de buena calidad que hubo en Tapachula.
El único homenaje popular -en el parque central Hidalgo- que se le hizo a Guillermo M. Gutiérrez aún en vida, fue en 1987, un 2 de noviembre de 1987, con motivo de los 25 años de vida de Las Calaveras, y lo organicé con el apoyo de uno de los locutores más controversiales que ha habido en esta ciudad, el sonorense Francisco Obregón López, con el apoyo del hoy desaparecido Celso López Amores, en ese entonces gerente de la XETS. Los únicos apoyos financieros que tuve en aquella ocasión provinieron de la ya sepultada Funerales San Pedro y del extraordinario Rubén Guízar, que en paz descanse.
Pero volvamos al tema de la hemeroteca municipal. No puedo precisar si fue durante el gobierno del Joaquín del Pino Trujillo o de Didier Cruz Fuentevilla (quizá Luterano tenga la fecha precisa), que por órdenes de la profesora Lydia Abarca, que en ese entonces tenía enorme peso en esos ayuntamientos, se incineró el archivo hemerográfico de la antigua Biblioteca Municipal Benito Juárez. En palabras de la queridísima y bien recordada Jovita de Henestroza (qepd), Abarca, que también fuera directora de la Escuela Normal, dijo: “quemen toda esa pinche basura", ¿puedes creerlo Sumuanito, una profesora ordenando eso?
No sé si en la actualidad haya alguna hemeroteca local (puesto que radico en el Distrito Federal) ni en qué condiciones se encuentre si es que existe. Tal vez esta sería una de las tareas de la oficina del Cronista Oficial de Tapachula, que supongo debe existir en el organigrama de la administración municipal, aunque no figura en la página web del ayuntamiento, en donde la información historiográfica y cultural que allí aparece es en verdad irrelevante. Si no fuera por el libro sobre el Soconusco de Gustavo Gonzalí, la orfandad en este rubro sería total.
Sin embargo, sé de la existencia, puesto que los tuve en mis manos, que hay crónicas, ensayos y artículos (la mayoría inéditos) escritos por dos grandes personajes tapachultecos, ambos abogados: Manuel Elorza y el nombre del otro se me escapa, pero tenía su despacho frente al parque central, en el edificio donde tenían sus consultorios los doctores Hayashi. Creo que apellidaba Aguiar. Quizá las familias de ellos conserven esos archivos. Perdonen mi flaca memoria.
El punto es que la historia de nuestro pasado reciente fue reducida a cenizas y dudo mucho que el Diario del Sur y El Sol del Soconusco conserven esos archivos antiguos por cuestiones prácticas de espacio. De Las Calaveras de la Madre Matiana ya ni hablar, a la muerte de M. Gutiérrez todo su legado se perdió: cuentos, libros de poemas, trabajo periodístico. Yo conservo algunos textos sueltos que él me confió en vida, pero sin duda es una grave pérdida para la cultura huacalera.
¿Podrá corregirse esa falla de lesa cultura? Quién sabe. Con la mal entendida política de austeridad de los actuales gobiernos todo se puede esperar, y “más que pior” si llegan al poder grupos emanados de las filas del panismo o perredismo, cuyas ideas de cultura y arte son del nabo.
Si una persona es víctima del síndrome de Alzheimer queda a la deriva y sólo con ayuda de terceros puede sobrevivir el último tramo de su vida. La memoria, los recuerdos, son básicos para darle continuidad y rumbo al diario acontecer. Lo mismo ocurre con los pueblos que desprecian la inteligencia, el acervo cultural o el registro cotidiano de la vida.
Tapachula padece de Alzheimer, pero aún se desconoce el grado de avance de este mal degenerativo. Hagamos un intento para saber qué tan mal se encuentra el paciente.
Durante muchos años, el viejo Palacio albergó a la Biblioteca Municipal Benito Juárez y ahí mismo se encontraba la Hemeroteca. La recuerdo muy bien, pues en mis años de estudiante acudía con frecuencia para realizar mis tareas escolares.
Así entré en contacto con el acervo de periódicos y revistas que circulaban en la ciudad en aquel entonces. Tanto los periódicos regulares, como Diario del Sur, El Sol del Soconusco, Extra La Verdad, al igual que los esporádicos o efímeros, además de algunas revistas. También se encontraba una rara avis, una publicación anual, Las Calaveras Huacaleras de la Madre Matiana, que escribía y editaba Guillermo M. Gutiérrez, periodista, escritor y poeta, hoy injustamente olvidado.
Eutimio Mérida, Luterano, podría hablar y escribir mucho sobre este colega. No sé si piense hacerlo o ya lo hizo, puesto que durante muchos años fueron los únicos epigramistas de buena calidad que hubo en Tapachula.
El único homenaje popular -en el parque central Hidalgo- que se le hizo a Guillermo M. Gutiérrez aún en vida, fue en 1987, un 2 de noviembre de 1987, con motivo de los 25 años de vida de Las Calaveras, y lo organicé con el apoyo de uno de los locutores más controversiales que ha habido en esta ciudad, el sonorense Francisco Obregón López, con el apoyo del hoy desaparecido Celso López Amores, en ese entonces gerente de la XETS. Los únicos apoyos financieros que tuve en aquella ocasión provinieron de la ya sepultada Funerales San Pedro y del extraordinario Rubén Guízar, que en paz descanse.
Pero volvamos al tema de la hemeroteca municipal. No puedo precisar si fue durante el gobierno del Joaquín del Pino Trujillo o de Didier Cruz Fuentevilla (quizá Luterano tenga la fecha precisa), que por órdenes de la profesora Lydia Abarca, que en ese entonces tenía enorme peso en esos ayuntamientos, se incineró el archivo hemerográfico de la antigua Biblioteca Municipal Benito Juárez. En palabras de la queridísima y bien recordada Jovita de Henestroza (qepd), Abarca, que también fuera directora de la Escuela Normal, dijo: “quemen toda esa pinche basura", ¿puedes creerlo Sumuanito, una profesora ordenando eso?
No sé si en la actualidad haya alguna hemeroteca local (puesto que radico en el Distrito Federal) ni en qué condiciones se encuentre si es que existe. Tal vez esta sería una de las tareas de la oficina del Cronista Oficial de Tapachula, que supongo debe existir en el organigrama de la administración municipal, aunque no figura en la página web del ayuntamiento, en donde la información historiográfica y cultural que allí aparece es en verdad irrelevante. Si no fuera por el libro sobre el Soconusco de Gustavo Gonzalí, la orfandad en este rubro sería total.
Sin embargo, sé de la existencia, puesto que los tuve en mis manos, que hay crónicas, ensayos y artículos (la mayoría inéditos) escritos por dos grandes personajes tapachultecos, ambos abogados: Manuel Elorza y el nombre del otro se me escapa, pero tenía su despacho frente al parque central, en el edificio donde tenían sus consultorios los doctores Hayashi. Creo que apellidaba Aguiar. Quizá las familias de ellos conserven esos archivos. Perdonen mi flaca memoria.
El punto es que la historia de nuestro pasado reciente fue reducida a cenizas y dudo mucho que el Diario del Sur y El Sol del Soconusco conserven esos archivos antiguos por cuestiones prácticas de espacio. De Las Calaveras de la Madre Matiana ya ni hablar, a la muerte de M. Gutiérrez todo su legado se perdió: cuentos, libros de poemas, trabajo periodístico. Yo conservo algunos textos sueltos que él me confió en vida, pero sin duda es una grave pérdida para la cultura huacalera.
¿Podrá corregirse esa falla de lesa cultura? Quién sabe. Con la mal entendida política de austeridad de los actuales gobiernos todo se puede esperar, y “más que pior” si llegan al poder grupos emanados de las filas del panismo o perredismo, cuyas ideas de cultura y arte son del nabo.
martes, 2 de marzo de 2010
Una Lluvia que resultó Aguacero

La sinfonola vomitaba al máximo la rola del momento. La voz -de escasos registros tonales, propia para quienes tienen oídos de artillero-, hacía añorar a los artistas que originalmente pusieron de moda Cuando calienta el Sol, los cubanísimos Hermanos Rigual. Entre tanto, Luis Miguel la destrozaba inmisericordemente.
En efecto, el Sol ardía a esa hora en las calles huacaleras. Corrían los años 80 del siglo pasado y, por fortuna, ayer como hoy, Tapachula siempre ha contado con osasis de espumosa cebada por casi todos los rumbos. Por mi parte, me acababa de refugiar en El Don, barcito ubicado en la Novena Avenida Sur. El local se encontraba hasta la madre. “Sin duda hay buena botana”, pensé.
Los mugidos de Luismi se combinaban con las animadas charlas de los bolos que ya ocupaban todas las mesas. Me acerqué a la barra y, sin abrir la boca, pedí mi correspondiente “helodia”. El cantinero, con la destreza que dan los años, deslizó la Coronita hasta mis manos al mismo tiempo que colocaba los limones junto al consomé de camarones.
Para mi alivio, en ese momento terminó el asesinato de “cuando calienta el Sol aquí en la playa…” y comenzaba a sonar otro éxito del momento, Maracas, en voz de verdaderos cantantes: Alberto Vázquez y Joan Sebastian.
Ya con el gañote humedecido y saboreando mi consomé puede observar con calma a los parroquianos en las mesas. La mayoría hombres de campo, agricultores y ganaderos, algunos empleados de instituciones como la ahora empresa de prestigio mundial, la CFE, del siempre eficiente Seguro Social e incluso funcionarios del Ayuntamiento. Algo evidente en todos, el denominador común, dirán los elegantes, era su masculinidad, todos “bragaos”, machos, pues. Algunos, incluso, estaban acompañados de bellas damas.
Las mesas eran atendidas por tres diligentes meseras, pero una era la más solicitada. De cabello dorado, güerita, de líneas firmes, de risa fácil, atraía como imán las miradas y piropos de los hombres cabales. Casi todos desean ser atendidos por ella. Las otras dos, morenas, sólo sonreían cuando algún atrevido se animaba a besarla en la mejilla e invitarla a su mesa.
Curioso que soy, le pregunté al cantinero sobre ese “atractivo visual”.
-Se llama Lluvia y dice que es de Suchiate –contestó.
-¿Lluvia? Pues más parece salvadoreña -respondí.
-Quién sabe, pero desde que llegó, hace como un mes, el bar se llena y algunos briagos hasta se han peleado por ella –dijo el cantinero.
-Es la ventaja de ser ciudad fronteriza. Ahora Tapachula cuenta con muchas centroamericanas muy guapas. Hay de donde escoger.
-Sí, para todos los gustos –respondió con cierta malicia el empleado.
Luego de llenar el reglamentario cartón de cuartitos de Coronita y saborear tacos, ubre y tripa bien dorada abandoné El Don cuando caía la tarde.
Reflexioné sobre el asedio de los parroquianos hacia Lluvia. “Será por el nombre; es muy poético”, pensé.
Pasaron las semanas y, como se sabe, en los pueblos los secretos no tienen donde esconderse. En esta ocasión me encontraba en otro manantial, esta vez era La mesa redonda, de mi buen amigo Paco Solares. Me acompañaban varios colegas, a quienes les comenté la discriminación de ese lugar hacia las mujeres, pues no había meseras como en El Don y, desde luego, mencioné a la atractiva Lluvia.
-¿Te gustó Lluvia? Te la hubieras llevado a bailar –me dijo Goyo Barrientos muerto de la risa.
-No acostumbro esos “levantones” –respondí molesto.
-Lo que pasa es que no es Lluvia, sino Aguacero –me explicó Santiago “El Patachín” García.
Así fue como me enteré que Lluvia era un personaje muy famoso en el ambiente y por ser Aguacero, sus aguas también corrían cuesta arriba si fuere necesario.
Quién sabe qué pasó con ese mampito protagonista de tropicales pasiones. Pasado el tiempo, desapareció del ámbito botanero y Lluvia fue evaporada por el sólido Sol costeño. Algunos cantineros me contaron una versión de su ausencia: fue tal el amor de dos machísimos pretendientes (uno ganadero y el otro agricultor) que la violencia llegó al Texcuyuapan y abandonó el escenario para no provocar una tragedia.
Yo prefiero creer que un buen hombre, a carta cabal, como somos los tapachultecos, la rescató de ese vil ambiente, le puso su casita y vivieron muy felices.
En efecto, el Sol ardía a esa hora en las calles huacaleras. Corrían los años 80 del siglo pasado y, por fortuna, ayer como hoy, Tapachula siempre ha contado con osasis de espumosa cebada por casi todos los rumbos. Por mi parte, me acababa de refugiar en El Don, barcito ubicado en la Novena Avenida Sur. El local se encontraba hasta la madre. “Sin duda hay buena botana”, pensé.
Los mugidos de Luismi se combinaban con las animadas charlas de los bolos que ya ocupaban todas las mesas. Me acerqué a la barra y, sin abrir la boca, pedí mi correspondiente “helodia”. El cantinero, con la destreza que dan los años, deslizó la Coronita hasta mis manos al mismo tiempo que colocaba los limones junto al consomé de camarones.
Para mi alivio, en ese momento terminó el asesinato de “cuando calienta el Sol aquí en la playa…” y comenzaba a sonar otro éxito del momento, Maracas, en voz de verdaderos cantantes: Alberto Vázquez y Joan Sebastian.
Ya con el gañote humedecido y saboreando mi consomé puede observar con calma a los parroquianos en las mesas. La mayoría hombres de campo, agricultores y ganaderos, algunos empleados de instituciones como la ahora empresa de prestigio mundial, la CFE, del siempre eficiente Seguro Social e incluso funcionarios del Ayuntamiento. Algo evidente en todos, el denominador común, dirán los elegantes, era su masculinidad, todos “bragaos”, machos, pues. Algunos, incluso, estaban acompañados de bellas damas.
Las mesas eran atendidas por tres diligentes meseras, pero una era la más solicitada. De cabello dorado, güerita, de líneas firmes, de risa fácil, atraía como imán las miradas y piropos de los hombres cabales. Casi todos desean ser atendidos por ella. Las otras dos, morenas, sólo sonreían cuando algún atrevido se animaba a besarla en la mejilla e invitarla a su mesa.
Curioso que soy, le pregunté al cantinero sobre ese “atractivo visual”.
-Se llama Lluvia y dice que es de Suchiate –contestó.
-¿Lluvia? Pues más parece salvadoreña -respondí.
-Quién sabe, pero desde que llegó, hace como un mes, el bar se llena y algunos briagos hasta se han peleado por ella –dijo el cantinero.
-Es la ventaja de ser ciudad fronteriza. Ahora Tapachula cuenta con muchas centroamericanas muy guapas. Hay de donde escoger.
-Sí, para todos los gustos –respondió con cierta malicia el empleado.
Luego de llenar el reglamentario cartón de cuartitos de Coronita y saborear tacos, ubre y tripa bien dorada abandoné El Don cuando caía la tarde.
Reflexioné sobre el asedio de los parroquianos hacia Lluvia. “Será por el nombre; es muy poético”, pensé.
Pasaron las semanas y, como se sabe, en los pueblos los secretos no tienen donde esconderse. En esta ocasión me encontraba en otro manantial, esta vez era La mesa redonda, de mi buen amigo Paco Solares. Me acompañaban varios colegas, a quienes les comenté la discriminación de ese lugar hacia las mujeres, pues no había meseras como en El Don y, desde luego, mencioné a la atractiva Lluvia.
-¿Te gustó Lluvia? Te la hubieras llevado a bailar –me dijo Goyo Barrientos muerto de la risa.
-No acostumbro esos “levantones” –respondí molesto.
-Lo que pasa es que no es Lluvia, sino Aguacero –me explicó Santiago “El Patachín” García.
Así fue como me enteré que Lluvia era un personaje muy famoso en el ambiente y por ser Aguacero, sus aguas también corrían cuesta arriba si fuere necesario.
Quién sabe qué pasó con ese mampito protagonista de tropicales pasiones. Pasado el tiempo, desapareció del ámbito botanero y Lluvia fue evaporada por el sólido Sol costeño. Algunos cantineros me contaron una versión de su ausencia: fue tal el amor de dos machísimos pretendientes (uno ganadero y el otro agricultor) que la violencia llegó al Texcuyuapan y abandonó el escenario para no provocar una tragedia.
Yo prefiero creer que un buen hombre, a carta cabal, como somos los tapachultecos, la rescató de ese vil ambiente, le puso su casita y vivieron muy felices.
martes, 2 de febrero de 2010
Aquella casta Zona Roja

Va de cuento
La visita más reciente que hice a Tapachula tiene ya casi tres años y sólo fue por unas cuantas horas. El grupo de escritores, periodistas y artistas lo capitaneaba nuestro querido “neuras” Marco Aurelio Carballo (MAC). El motivo era la presentación del libro-semblanza del desaparecido novelista Rafael Ramírez Heredia (a) El rayo Macoy. Teníamos que dormirnos temprano porque al otro día partíamos a Tuxtla Gutiérrez.
Aquella noche, luego de una visita relámpago a mi familia, me llené de nostalgia, salí a la calle, paré un taxi conducido por un joven flaco y bojudo a quien, con tono perentorio le dije: “¡A la zonaja!?” El hijuesu volteóme a mirar como quien ve una chichihueta.
–¿Perdón, a dónde dijo? –me preguntó arqueando la ceja a lo Pedro Armendáriz.
–A la Zona Roja –respondí un poco molesto por su gesto, pues estaba presto para conbeber con las señoritas putas (como dice el MAC).
–¿De dónde viene? Porque no es de aquí, ¿verdá?
–Sí, soy huacalero –respondí ufano–, pero tiene un buen tiempo que radico en el DF.
–Pues más bien será mucho tiempo, porque hace años, mucho antes de que yo naciera, que ya no hay una Zona Roja, como la llama usted, señor –explicome el bojudo de marras–. Pero si lo que quiere son unas nenas, lo puedo llevar a algunos antros que tienen unas salvadoreñas y panameñas de rechupete.
Reflexioné un poco. Vinieron en tropel a mi cabeza las innumerables notas que leo en internet y publica el Diario del Sur en su página web relativas a la inseguridad que campea en la frontera sur. Volví a echarle una mirada al chafirete y mi octavo sentido me previno y la desconfianza embargó mi alma.
–No, mejor llévame al centro, a Los Comales –respondí saboreando de antemano un tascalate bien frío.
En el trayecto los recuerdos me abrumaron. La colonia 16 de Septiembre se hizo famosa por su encantadora, segura y honesta Zona Roja, con sus bules para todos los bolsillos. Los pobretones y tempraneros asistíamos al acreditadísimo Salón Acapulco; para los vespertinos el Guadalajara de Noche y el Tenampa. Había otros de medio pelo que sólo funcionaban de noche.
Pero los dos congales que se disputaban la clientela VIP, eran La Burbuja, con su exclusivo edificio que parecía castillo de Drácula, y La Pepsi, de la estimadísima y fina dama doña Concha Mora, que casi todas las semanas tenía hostes de importación, todas muy bellas.
Corrían los años de los 60 y 70 cuando me hice visitante frecuente de la Zona Roja. Había muy buen ambiente y todo era sanísimo. El Centro de Salud ejercía un control sanitario verdaderamente estricto y las enfermedades eran muy raras. Logré tener buenas amistades con varias señoritas en esos castos lugares de esparcimiento. No olvido a Celia Rojas, una jarocha flaca pero enjundiosa, que a mis 14 años de edad logró encender mis más tropicales fantasías. Años después supe que había muerto en un accidente automovilístico. Ojalá el Señor la haya recogido… en su santo seno.
Sentado en los portales (por cierto ya nadie se acuerda que se llamaban Los Portales Pérez) y saboreando mi tascalate bien frío, comento el incidente del taxista bojudo con uno de los asiduos parroquianos a Los Comales (cuyo nombre me reservo).
“Hiciste bien”, me dice, “ahora no hay que confiar en nadie en esta ciudad. Además, para qué arriesgarse a ir a los muchos congales diseminados por toda la ciudad, si aquí, en pleno parque central Miguel Hidalgo o en los restaurantes y bares del primer cuadro llegan las señoritas, muy bien arregladas, a ofrecerte sus servicios. "Mira, esas chicas que parecen estudiantes, las que van rumbo al viejo palacio municipal, son buenas conocidas mías. Si quieres las llamo.”
Terminé mi tascalate. Contemplé con nostalgia aquel parque Hidalgo. Era casi media noche.
–Mejor me voy adormir, mañana tengo que viajar –le dije a mi viejo conocido y pensé: “¿Adónde quedó aquella casta Zona Roja donde crecí?”
Aquella noche, luego de una visita relámpago a mi familia, me llené de nostalgia, salí a la calle, paré un taxi conducido por un joven flaco y bojudo a quien, con tono perentorio le dije: “¡A la zonaja!?” El hijuesu volteóme a mirar como quien ve una chichihueta.
–¿Perdón, a dónde dijo? –me preguntó arqueando la ceja a lo Pedro Armendáriz.
–A la Zona Roja –respondí un poco molesto por su gesto, pues estaba presto para conbeber con las señoritas putas (como dice el MAC).
–¿De dónde viene? Porque no es de aquí, ¿verdá?
–Sí, soy huacalero –respondí ufano–, pero tiene un buen tiempo que radico en el DF.
–Pues más bien será mucho tiempo, porque hace años, mucho antes de que yo naciera, que ya no hay una Zona Roja, como la llama usted, señor –explicome el bojudo de marras–. Pero si lo que quiere son unas nenas, lo puedo llevar a algunos antros que tienen unas salvadoreñas y panameñas de rechupete.
Reflexioné un poco. Vinieron en tropel a mi cabeza las innumerables notas que leo en internet y publica el Diario del Sur en su página web relativas a la inseguridad que campea en la frontera sur. Volví a echarle una mirada al chafirete y mi octavo sentido me previno y la desconfianza embargó mi alma.
–No, mejor llévame al centro, a Los Comales –respondí saboreando de antemano un tascalate bien frío.
En el trayecto los recuerdos me abrumaron. La colonia 16 de Septiembre se hizo famosa por su encantadora, segura y honesta Zona Roja, con sus bules para todos los bolsillos. Los pobretones y tempraneros asistíamos al acreditadísimo Salón Acapulco; para los vespertinos el Guadalajara de Noche y el Tenampa. Había otros de medio pelo que sólo funcionaban de noche.
Pero los dos congales que se disputaban la clientela VIP, eran La Burbuja, con su exclusivo edificio que parecía castillo de Drácula, y La Pepsi, de la estimadísima y fina dama doña Concha Mora, que casi todas las semanas tenía hostes de importación, todas muy bellas.
Corrían los años de los 60 y 70 cuando me hice visitante frecuente de la Zona Roja. Había muy buen ambiente y todo era sanísimo. El Centro de Salud ejercía un control sanitario verdaderamente estricto y las enfermedades eran muy raras. Logré tener buenas amistades con varias señoritas en esos castos lugares de esparcimiento. No olvido a Celia Rojas, una jarocha flaca pero enjundiosa, que a mis 14 años de edad logró encender mis más tropicales fantasías. Años después supe que había muerto en un accidente automovilístico. Ojalá el Señor la haya recogido… en su santo seno.
Sentado en los portales (por cierto ya nadie se acuerda que se llamaban Los Portales Pérez) y saboreando mi tascalate bien frío, comento el incidente del taxista bojudo con uno de los asiduos parroquianos a Los Comales (cuyo nombre me reservo).
“Hiciste bien”, me dice, “ahora no hay que confiar en nadie en esta ciudad. Además, para qué arriesgarse a ir a los muchos congales diseminados por toda la ciudad, si aquí, en pleno parque central Miguel Hidalgo o en los restaurantes y bares del primer cuadro llegan las señoritas, muy bien arregladas, a ofrecerte sus servicios. "Mira, esas chicas que parecen estudiantes, las que van rumbo al viejo palacio municipal, son buenas conocidas mías. Si quieres las llamo.”
Terminé mi tascalate. Contemplé con nostalgia aquel parque Hidalgo. Era casi media noche.
–Mejor me voy adormir, mañana tengo que viajar –le dije a mi viejo conocido y pensé: “¿Adónde quedó aquella casta Zona Roja donde crecí?”
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