miércoles, 10 de agosto de 2011

La Mensa

Muchos en la escuela secundaria la llamábamos La Mensa, con ese tono cargado de crueldad que caracteriza a la adolescencia. El apodo se lo habían puesto las propias compañeras que se decían sus amigas, un grupito de cinco o seis chamaconas con las que jugaba basquetbol.
El origen del sobrenombre, según nosotros, se debía a ese aire ausente, valemadrista dirían algunos, que siempre tenía en clase, sobre todo si era de matemáticas o física, y al poco entusiasmo que demostraba en las tareas que nos asignaban por equipos pero la tolerábamos pues era la que pagaba los refrescos y las tortas con tal que le hiciéramos su trabajo.
En lo particular, lo que me llamaba la atención de ella era la estatura, pues a sus catorce años ya alcanzaba los 1.78 metros, delgada, tanto, que los pícaros de mi grupo afirmaban que estaba muy huesuda pues lastimaba cuando se le abrazaba. Desde luego, ninguno jamás la había tocado siquiera.
Transcurrieron los tres años de la secundaria sin pena ni gloria. La Mensa se graduó, al igual que la mayoría, con un promedio de siete y un reconocimiento por haber sido el pilar del equipo de básquet femenil durante ese lapso, en el que incluso llegó a participar en la selección estatal en varias ocasiones.
Fue en el gran baile de graduación de la Secundaria Técnica Número 21, cuando empecé a dudar de si era o no atinado el calificativo de La Mensa. Los bailes de la Técnica ya eran famosos por su gran cartel musical y lo animado que resultaban, así que para el cierre de cursos y graduación de la primera generación, la organización del acontecimiento rebasaba todas las expectativas. Habían sido contratadas las mejores marimbas: La Perla y La Corona, además de la orquesta del momento de Guatemala.
Las muchachas llegaron ataviadas con sus mejores galas, tan bien maquilladas que hasta las feas se veían guapas. Nosotros, desde luego, con saco y corbata a pesar del calor tropical.
La fiesta entraba en su mejor momento, grupos por acá, por allá, juzgando, criticando a los compañeros, otros asediando a las chicas que ya habían alborotado las hormonas a más de cuatro. Fue entonces cuando La Mensa arribó a la pista del Country Club. Su presencia, su estampa era arrolladora. Hasta los músicos perdieron el ritmo por un momento.
Esbelta, el castaño pelo largo sujetado ligeramente con un listón, pechos y cadera perfectamente bien delineados por un vestido largo color crema, era una bofetada para quienes habían murmurado que “estaba huesuda”. La mirada distraída que la caracterizaba en clases, tornose seductora en aquellos ojos perfectamente delineados con rímel y sombras. Todo magnificado gracias a su estatura.
Los músicos recobraron el ánimo, nosotros tratábamos de regularizar la respiración, ellas intensificaron los cuchicheos. Acompañada de su familia se dirigió a la mesa. Al sentarse, nos barrió con una mirada y sonrió como diciendo “hola, enanos”. En toda la noche, las que se decían sus amigas evitaron acercársele para evitar odiosas comparaciones.
Al fragor de las cumbias y los mambos y envalentonado porque empezaba a demostrar mis atributos como bailarín de buenas hechuras, me atreví a sacarla a bailar. Ella accedió quizá en pago al cúmulo de tareas que le hice, según yo por espíritu solidario.
Su ritmo no era de lo mejor, pero no perdía el paso, además un enano de 1.68 no tenía mucho qué hacer frente a ese monumento. Me concedió dos piezas y luego pidió sentarse. Haberla tenido en mis brazos fue una sensación que nunca pude olvidar, pues La Mensa era erotismo puro.
Fue la última vez que la vi. Pasó el tiempo. Abandoné Tapachula durante casi 40 años.
Hace algunas tardes, conduciendo el vochito familiar, tocome el alto en el cruce de las Centrales, frente al Bicentenario. De pronto, una impresionante Hummer roja se frenó a mi lado. El motor rugía con impaciencia por avanzar. “¿Quién será este mamón?”, pensé. No era él, era ella, una gorda garbosa, ataviada con elegancia, sujetándose la larga cabellera con los lentes negros sobre la cabeza, mientras hablaba casi a gritos por su blackberry.
Quizá por mi insistencia de mirarla, ella volteó a ver quién era el impertinente; en ese instante, al aletear las pestañas y mirarme con displicencia y cierto valemadrismo, la reconocí, era La Mensa. El semáforo cambió a verde, en lo que arrancaba el vochito, ella desapareció casi al instante.

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