miércoles, 10 de agosto de 2011

La muerte de Macondo


Arcadio Buendía, octava generación del primero, se inclinó sobre su escritorio, pulsó el control remoto para abrir las persianas del gran ventanal de su despacho, en el cuarto piso del Edificio Consular y contempló en lontananza casi todo Macondo.
Se sucedían unas tras otras las calles atiborradas de tráfico vehicular, agravado por las vialidades convertidas en inmensos estacionamientos de una, dos y triple filas. A lo lejos pululaban fraccionamientos de lujo rodeados de unidades habitacionales de estética terrible, sólo superada por las horrorosas colonias de miseria que las rodean.
Por el televisor de plasma, de apenas 78 pulgadas, colocado en una de las paredes de su despacho, había tomado lejana conciencia, mediante el noticiario de las seis, de la carencia desde hacía seis meses de agua entubada en aquellos extraños lugares, a los que por fortuna nunca había visitado, ni siquiera cuando anduvo en campaña electoral.
En ese momento recordó que tenía que ordenarle a su diseñador de mensajes que armara un spot para destacar cómo su gobierno había resuelto ese problema en dos días nombrando un nuevo aguador.
No supo el porqué, pero entre las brumas de su memoria se abrió paso la leyenda familiar de cuando su recontratatarabuelo había visto por primera vez un block de hielo en Macondo, el cual era arrastrado por las polvorientas calles del pueblo por un hombre extraño.
Al ver desde las alturas los cerros de basura que se amontonaban en las esquinas del primer cuadro citadino, confirmó que la bisnieta de la nieta de la tía Úrsula había inventado, dada sus febriles delirios de poeta, que alguna vez Macondo era un campo pletórico de flores amarillas. Nada más decadente que calles con flores o arbustos de alguna índole. No había comparación con los funcionales y ultramodernos semáforos, parquímetros y red de videocámaras que tanto dinero le daban a las arcas municipales.
Reconocía que había cierto romanticismo en imaginar al Macondo original, pero el actual era mucho más lucrativo y no cualquiera tenía el privilegio de meterle las manos a diestra y siniestra. Tampoco podía negar que el actual modernismo era de relumbrón, pues a las primeras lluvias, torrenciales en este trópico colombiano, se abrían las cicatrices poniendo en evidencia que el viejo Macondo seguía allí, con sus aguas negras fluyendo a ras de suelo, las calles convertidas en ríos, charcos vueltos pozas para la chamacada y el resurgimiento de las velas como única luz en el camino. Sin embargo, nada de eso llegaba a la exclusiva zona donde se encontraba su residencia, pues contaba con todos los adelantos para hacerla autosuficiente. Cuando las cosas se ponían graves abordaba su jet y se iba Dallas, con sus tías, para hacer el “choping”.
Arcadio Buendía estaba satisfecho, contento de que aquel Macondo ya sólo figurara en piezas literarias, algunos poemas trasnochados y cancioncillas de moda intrascendente.

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