miércoles, 10 de agosto de 2011

Las Juchitas


Tapachula siempre ha sido un pueblo feo, habitado por gente más fea aún e inculta, como lo son en gran medida muchos pueblos de América Latina. Los únicos atractivos que tenía este poblado (nacido con asentamientos de arrieros y comerciantes en camino a Centroamérica, al Istmo o al centro del estado), eran los ríos, la fauna y la selva con su riqueza de manglares en la costa.
Todo ello ha sido destruido sistemáticamente por la estupidez de generaciones de “emprendedores” patrocinados por una clase política avara, estulta y miope. Nada bueno ha dejado a esta zona el mal llamado progreso ni la modernidad.
Desde luego, para que tengan validez mis afirmaciones anteriores hay que reconocer las excepciones que confirmen la regla. Gente de otras latitudes que llegó para quedarse ha contribuido para que este panorama sombrío no sea total.
Una de ellas lo fue doña Ester López Marín, juchiteca originaria de Unión Hidalgo, Oaxaca, que en 1963 se arraigó en este cruce de caminos flanqueado por los ríos Coatán y Cahoacán. Como casi todas las “paisanas” antiguas, su habilidad para el comercio y la cocina era excepcional.
El intenso flujo de comerciantes, barilleros, arrieros, transportistas, ganaderos y agricultores que caracterizaba al Tapachula de entonces, le permitió a doña Ester iniciar el negocio de la comida en el rubro que ella dominaba: las cenas de pollo, las garnachas, las tlayudas, la cecina, las enchiladas con los moles característicos del Istmo y, a veces, debajo de la mesa, uno que otro mezcalito con su respectivo gusano.
Su sitio original estaba en la banqueta opuesta a la iglesia de San Agustín, sobre la Octava Norte, pero su visión comercial la hizo seleccionar un lugar más estratégico, en lo que hoy es la Quinta Poniente, “a la vueltecita” del tiendón del chino don Manuel Corlay, “La casa Corlay” para muchos, ubicada sobre la Sexta Norte, en cuyo frente estaban colocadas argollas de hierro en hilera para que los arrieros amarran sus patachos.
Pronto, todos los hambrientos viajeros tenían una consigna luego de amarrar a sus mulas: “Vamos a cenar con las juchitas”.
Así nació el hoy popular restaurante Las Juchitas, en plural, porque doña Ester se hizo ayudar por algunas paisanas y familiares al no poder atender sola a su vasta clientela.
Pasaron los años y, como digo al principio, esta ciudad se fue haciendo lenta, pero inexorablemente, más horrible y terriblemente mal administrada, pues en realidad nunca ha sido gobernada. Siempre ha sido tierra de nadie, donde vivales y arribistas llegan, hacen fortuna en los cargos públicos y nunca devuelven nada a la tierra que les dio todo. Pero así somos muchos tapachultecos, gente sin arraigo, siempre de paso aunque aquí nazcamos y muramos. “No soy de Tapachula ni Tapachula es mío, sólo aprovecho la ocasión y hay nos vemos”, parece que fuera la consigna de la mayoría de la población.

“Luego llegó la modernidad”, dice Lolita López, hija de doña Ester, “y nos arrebataron el centro (de la ciudad)”. Todo se fue hacia el sur, con grandes centros comerciales, tugurios de juegos de azar, cines, bares, que se llevan el dinero de Tapachula, no reinvierten aquí y sólo ofrecen empleos-basura, en los que explotan a los lugareños hasta la médula.
Doña Lolita, gracias al legado de su madre siempre con la impronta de la superación, en lugar de sentarse a llorar, respondió con sangre istmeña. Echó mano de sus ahorros, pidió aquí, solicitó allá, y sola reinventó el lugar para darle la pelea a los vips, dominos, kentuckys, cargados de ofertas de colesterol y plástico.
Para quienes hoy aún recordamos aquel lejano 1963, es un placer sentarse a comer, en este 2011, en un lugar con tanta tradición, buena cocina, ambiente agradable y tranquilo; saborear garnachas, alguna cecina, cenas de pollo y unas cervezas bien frías.

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